Trabajan para la eternidad. La autogestión hecha carne



Aún hoy, como se dijo en otro tiempo, un fantasma recorre el mundo. Pero hoy, ese espectro está necesitado de concreción en su fisonomía y rasgos esenciales. La gigantesca polémica que permeó y debilitó durante un siglo el movimiento obrero está llegando a su más clara determinación: la auténtica línea divisoria no está entre quienes adoptan o no la obra de Marx como referencia intelectual ineludible, sino entre quienes aceptan o no, como arquitectura socialista futura, la expresión plena y espontánea del poder directo (y no mediado) de la clase obrera en su conjunto: la famosa autogestión.
Los campos se deslindan, en estos albores del siglo XXI, entre un proyecto autogestionario coherente y profundo (expresado, por ejemplo, en las fábricas recuperadas y experiencias comunitarias multiplicadas por toda la anatomía de América Latina) y el proyecto de quienes apuestan por la repetición (incluso degradada) del proyecto autoritario y estatalista fracasado en el Este europeo. Una “vía china al socialismo” conformada por una dictadura férrea del partido único de la burocracia estatal, coaligado y funcional, en lo más profundo de sus intereses, con el mando capitalista transnacional y la estructura de sus cadenas de valor.
Es en este contexto, donde se ventila la importancia del libro “Trabajan para la eternidad. Colectividades de trabajo y ayuda mutua durante la Guerra Civil en Aragón”, de Alejandro R. Díez Torre, editado por LaMalatesta.
Se trata de un libro de Historia. De la Historia, por cierto, obviada y silenciada por la corrientes generales de la historiografía oficial. Una historia enteramente ejemplar de las colectividades autogestionadas puestas en marcha en el campo aragonés por la clase trabajadora durante la Guerra Civil española.
Un libro sustentado, como no podía ser menos, en un rigor documental y académico a toda prueba. Acompañado de un riquísimo apéndice documental que permite profundizar en la historia narrada y, al tiempo, sentir las palpitaciones de la vida real tras sus páginas. Un libro escrito, por otra parte, con un estilo que aún algo prolijo en ocasiones, engancha en la lectura y mantiene el interés.
Y es que en las páginas de este libro se traslucen las tremendas corrientes de ilusión y esperanza que encendieron la enorme obra constructiva emprendida por el campesinado y el proletariado en los años de la Guerra. Obra constructiva en la que confluyeron tanto la marea general del cenetismo, como líneas enteras del socialismo y parte, incluso, de las bases del PCE, como queda ampliamente documentado en el texto; demostrando así como el enfrentamiento y las indecisiones que atenazaron a las dirigencias republicanas a la hora de profundizar la Revolución Social en que había devenido el golpe preventivo de los militares fascistas, habían sido ampliamente superadas por la propia clase obrera desde un principio.
Así, las colectividades aragonesas muestran el enorme trabajo creativo de un campesinado dispuesto a trascender las limitaciones que a su directa gestión del poder real en las comunidades, oponen las supervivencias del viejo mundo. Un viejo mundo que, por otra parte, se rearma y reorganiza, tratando de reconstituir sus estructuras amparándose para ello en organizaciones formalmente revolucionarias que admiten transformarse en los voceros de la base social del sistema caciquil tradicional.
Así, la lucha de clases se perpetúa y avanza, enfrentado claramente a las masas que construyen el nuevo mundo, que aumentan la producción, que toman en sus manos la gestión directa de sus propias vidas; con las burocracias partidarias y sindicales copadas por los elementos socialmente ligados a la arquitectura económica que se pretende transformar (como los numerosos caciques y derechistas que conforman agrupaciones de UGT y Radios de PCE a su medida y a los que el republicanismo pequeño burgués y el estalinismo acaban haciendo la corte). La fraseología formalmente revolucionaria, como ocurrirá en otros momentos históricos y otros lugares, no determina aquí las fronteras entre revolución e involución, sino que las mismas se tienden (aún de manera en ocasiones lábil y poco clara) entre quienes defienden la creatividad del común, y quienes afirman la necesidad de un orden impuesto a las comunidades desde el exterior, que no puede más que reproducir el orden tradicional jerárquico.
En medio de estas transformaciones y luchas, el campesinado aragonés desarrolla con tenacidad las colectividades, respetando la voluntad de quienes quieren permanecer como agricultores individualistas, y procediendo a un reparto del trabajo y del poder social, que se traduce en un desarrollo creciente de la capacidad productiva de las comunidades. Con una gestión estadística actualizada, conformando novedosas instituciones colectivas como las federaciones comarcales y regional de colectividades, construyendo almacenes, hospitales, escuelas, el desarrollo social comunitario se eleva expansivamente incluso en una situación tremendamente hostil como la de una guerra, que limita las potencialidades de la obra autogestionaria.
“De esa forma (afirma el autor del libro que nos ocupa), los colectivistas demostraban algo más que la “apetencia” y el asalto desordenado sobre las propiedades o la mera prosecución –rutinaria e indiferente de las labores agrícolas interrumpidas, por los acontecimientos y derivaciones del golpe militar.”
El trabajo desencadenado, liberado de las ataduras que le sujetaban al ritual de la repetición del modo de producción social capitalista, encuentra la máxima expresión de su potencia y su productividad (aún con enormes problemas) en un régimen de cooperación y apoyo mutuo, que hace de la solidaridad algo más que una palabra.
Así, los colectivistas establecen también mecanismos de solidaridad intercomunitaria y de compensación de las desigualdades entre comunidades naturalmente ricas y pobres: entrega de tierras a los términos municipales con escasez de ellas, utilización de los excedentes conjuntos para favorecer a las colectividades más necesitadas, rotación de mano de obra y maquinaria para su utilización donde es realmente precisa.
Y todo ello, sustentado en un concepto de la “socialización” que va más allá de la expropiación estatal que tanto ha sido defendida, para plantearse la real apropiación colectiva de la plusvalía producida y la determinación democrática del tiempo mismo de trabajo y de vida.
La soberanía de la asamblea como esencia de la soberanía del pueblo desatado, liberado, hábil para conformar el mundo a su imagen y semejanza. Quien no sea capaz de ver aquí la institución esencial de toda revolución socialista que se precie (commune, colectividad, soviet, consejo…) es que no desea la real transformación del status quo existente. La simple nacionalización, sin la gestión obrera directa e inmediata, para otorgar la dirección de la riqueza social a una casta diferenciada de burócratas y tecnócratas, por muy formados que estén en el materialismo dialéctico o cualquier otra ideología semejante, no conforma una red auténtica de contrapoder proletario en lo social, sino un aparato parasitario que extrae la plusvalía y la succiona para sus propios intereses (que, normalmente, tras la muerte de la primera generación de revolucionarios más o menos sinceros, pasan a confluir con los intereses de la oligarquía dominante transnacional). Se puede, incluso, discutir sobre la necesidad de salvaguardar un mínimo sector estratégico bajo la atenta mirada de la colectividad más amplia (una suerte de “sector estatal”), pero que la asamblea, la colectividad, el soviet, la comuna, es la unidad básica de producción y socialización en la nueva sociedad ha de quedar ya, a estas alturas, fuera de toda duda.
Así pues, la inmensa obra constructiva de la autogestión, que libera la capacidad productiva y creativa del campesinado aragonés, queda reflejada en este texto de manera cabal, documentada y evidente. No hay revolución sin transformación de las relaciones sociales cotidianas, sin mutación acelerada del conjunto del aparato productivo, sin democracia directa de los propios productores. La obra revolucionaria del campesinado aragonés es, en este sentido y mal que les pese a muchos, absolutamente innegable.
Se trata de una auténtica tentativa de transformación social de enorme riqueza que ha de ser estudiada, repensada y analizada en profundidad, i se quiere ir más allá de la simple reproducción inane de los mismos errores de siempre.
Un libro que era necesario. José Luis Carretero Miramar.